miércoles, 2 de octubre de 2019

Fragmento de la novela "Respeto al muerto"


Tremenda obsesión la de ordenar. Hay órdenes pulcros, órdenes caóticos y órdenes. Cuando el desorden se transforme en orden, será mi tiempo y reinaré. Por ahora soy Nancy a secas, y así las cosas parecen no funcionar. Desordenadas en relación a un orden que para cualquiera parecería lógico. No para mí. No encuentro lógica en la pulcritud cuando nada se explica. De todos modos, ésta, es una confusión ordenada. Desordenada para el que usa la lógica como mamá el centímetro pero no es capaz de armar más que camisas de fuerza. Me haría falta una, lo sé, pero hoy me levanté así, sin poder encontrar una pista en el laberinto.
En este pandemonio, “la gran marioneta” me mira como si hubiera ganado finalmente la batalla. ¿Batalla dije? Debería hacerme cargo de lo que digo en aras de la coherencia aunque tampoco cuaje conmigo, es del mismo orden que orden y esta palabra que empieza en O, como no podría ser de otra forma, me aburre. Un círculo cerrado que no da lugar a nada aunque asigne lugares a las cosas siempre dentro de su círculo. Afuera, el desorden.
Ser desordenada es una virtud no reservada a cualquiera, digo, y siento que no hago más que justificarme. Hacerlo debidamente me da pie para conceder cierta cualidad al objeto de mi rechazo. Hasta es posible que sienta  placer en despejar la cancha donde se juega el poder entre el titiritero vuelto marioneta y esta hija que ahora comanda los hilos. Somos dos, el uno engendro del otro en unívoca reciprocidad como el legendario enigma del huevo y la gallina. Mira la hija a su padre, mira el títere a su creadora, hija y títere.
El polvo, las motas de estopa, los recortes de malla de alambre y las pilas de papel de diario que previsoramente fui acumulando en este tiempo crean una atmósfera confusa. Está bien que alcancemos a vernos de lleno, que los contornos se fijen y las miradas no encuentren obstáculo. La suciedad entre nosotros nos ha rodeado de elipsis, hemos tenido, oh títere, una metonimia por vida y quien sabe cómo, de qué formas poco creíbles y sin embargo mensajeras nos hemos dicho te quiero.
Es hora de darle sentido a la existencia del escobillón que casi no tiene uso aunque no pueda evitar que en la mecánica del barrido, vaivén acompasado, por lo visto todo tiene que tener alguna simetría, la reiteración me devuelva mi propia imagen de mujercita puloil. De la que no reniego, lo hago bastante bien, la que no sabe barrer se casa con un pelado decía mamá, evidentemente por experiencia personal. Barro y pienso, anticipo los pasos a seguir. Un trabajo mecánico tiene esa ventaja, la mente fluye. Pero no quiero ni pensar en juntar la tierra amontonada, paso por alto la idea, no hay nada más bochornoso que agacharse, empujarla dentro de la pala, retroceder, volver a reunir lo que se negó a subir y tratar de ganarle la partida. Disimulado en el montón, descubro un elemento extraño. Limpio la tierra en mi remera y obtengo una cosa plana, algo flexible, que no puedo reconocer. Dejo el escobillón contra la pared y me siento a mirar el hallazgo. Parece una pieza extraviada que acompañaba los despojos. ¿El tabique nasal? ¿Los cartílagos se conservan tanto tiempo? Curiosidad del destino que me trae un elemento fundamental: la marca de fábrica. Rasgo que en mi padre era absolutamente descollante, tenía una nariz abultada, imponente, más nariz que ojos, que boca, pero carecía de esas gibas al estilo de los dromedarios que acreditan al judío. Y si la mía es una nariz canónica, lo que podría llegar ser un atributo en términos de estética, lo he vivido siempre como una irreparable falta. Nunca pude sustentar la diferencia, ni por la nariz, ni por el apellido al que de buena gana le hubiera agregado un “itzqui”, un “emberg” o un algo por el estilo. ¿Dana, usted por qué va a faltar?, es año nuevo judío señorita, ¿Usted es judía? ¿Dana es un apellido judío? ¿Me está diciendo la verdad, Dana? La pertenencia debería visualizarse, es mucho más cómodo que portar la documentación necesaria. A falta de distintivo, ¿cómo gozar además de los beneficios secundarios? ¿Qué chance si no a unos de discriminar y a otros de pasar la gorra recogiendo óbolos? ¿Cómo de una sola mirada benevolente elevar el puntaje en tolerancia para merecer el reino de los cielos? ¿Cómo sentirse distinta, especial y única entre todos los mortales? A los ojos de Inés, por ejemplo, de un celeste anodino que viró a chispeante cuando en la lechería, tomando submarino con churros sin sacarnos los guantes de lana gorda y la nariz roja de frío, me preguntó: ¿Sos judía? Hora de acreditarse y ocupar los lugares del orden en cajitas de prolijos rótulos. Tengo muchos amigos judíos. Yo también Inés y la barra de chocolate sumergida en la leche caliente pegada al vidrio. A mí no me importa que sean judíos, para mí es igual que sean o no. Déjà vue de la conciencia que parece alcanzar categoría de postulado. Insisto con la cucharita larga, la barra de chocolate se ablanda pero no termina de disolverse. Los judíos son muy inteligentes, se destacan en todo. Así parece Inés, aunque no en disolver chocolate. Los abuelos de mi amiga Edith estuvieron en los campos de concentración, ¿los tuyos también? Concentrados en salir de la miseria, cómo decirte, tejidos y confección, medias, camisetas y calzoncillos colgados en un zaguán. No aprendo más, churro con guantes no caza ratones. No estuvieron, Inés. No, no. Sefardíes, mis abuelos son árabes. ¿Árabes? ¿No están en guerra con los árabes? Pero hablan idish, en casa de mi amiga Edith hablan idish... Aguitiur, te desayunaste, decimos salam, odio al hermano meslem con la misma lengua madre. Sos judía pero es como si no lo fueras, mi amiga Edith sufrió mucho, ¿sabés?, la discriminación. En mi presencia nadie la humilla, no me importa que los judíos hayan matado a Cristo, eso es historia antigua. Además, Cristo era judío, ¿sabías? Y creyendo saber quién es quién, Inés terminó su submarino tranquila.
Bien, ahora que encontré un rastro de tu imagen. Ahora, parece que podemos volver al punto de partida, al instante nefasto en que abandonaste el ruedo en un bajo, vil, acto de cobardía. Acercame la lámpara un poco más, puedo verte a partir de tu nariz como un dedo que tapa el bosque, estás más allá como una promesa, estás, te presiento en el aire. Barrí con esmero, como me hubieras querido ver, prolijeando la casa, el territorio del amo. ¿Pero cómo no me di cuenta antes dónde podía encontrarte si estás donde siempre? 

viernes, 14 de abril de 2017

Manifiesto por un partido del ritmo

Henri Meschonnic Agosto/Noviembre 1999


Hoy para ser sujeto, para vivir como sujeto, necesito darle lugar al poema. Un lugar. Lo que a mi alrededor veo que llaman poesía tiende en su mayoría extraña, insoportablemente, a negarle un lugar, su lugar, a lo que llamo un poema.
En la poesía a la francesa, por razones no ajenas al mito del genio de la lengua francesa, hay una institucionalización del culto que se le rinde a la poesía, que produce la ausencia sistemática del poema. Modas siempre hubo. Pero esta moda ejerce una presión, la presión de un cúmulo de academicismos. Presión atmosférica: el espíritu de la época.
Contra la asfixia del poema por la poesía, se necesita manifestar, manifestar el poema, necesidad que algunos sienten habitualmente, de sacar la palabra reprimida por el poder de los conformismos literarios que sólo estetizan patrones de pensamiento que son patrones sociales. 
Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y son tomados como de la poesía. 
Contra toda poetización, digo que hay poema sólo si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida. 
Digo que sólo en ese sentido la poesía, como actividad del poema, puede vivir en sociedad, producir en la gente lo que sólo un poema puede producir y sin lo que tampoco sabrán que se desubjetivan, se deshistorizan para no ser ellos mismos más que productos del mercado de sentimientos, y de  comportamientos. 
Mientras que la actividad de todo lo que es poema contribuye, como sólo ella puede hacerlo, a constituirlos como sujetos. No hay sujeto sin sujeto del poema. Porque si a los demás sujetos de los que cada uno de nosotros es el resultado les falta el sujeto del poema, no sólo hay una falta específica sino la inconciencia de esa falta, y esa falta alcanza a todos los demás sujetos. Los trece por docena de sujetos que somos. Y no es el sujeto freudiano el que los va a salvar. O el que el que va a salvar al poema. 
Sólo el poema puede unir, mantener el afecto y el concepto en un puñado de palabras que opera, que transforma las maneras de ver, de entender, de sentir, de comprender, de decir, de leer. De traducir. De escribir. En lo que el poema se diferencia radicalmente del relato, de la descripción. Que nombran. Que permanecen en el signo. Y el poema no es del signo.
El poema nos enseña a prescindir del lenguaje. El único que nos enseña que, en contra de las apariencias y costumbres del pensamiento, no usamos el lenguaje. 
Lo que no significa que, según una reversibilidad mecánica, el lenguaje nos use a nosotros. Que, curiosamente, tendría más pertinencia, a condición de delimitar esta pertinencia, limitarla a las típicas manipulaciones, como las que comúnmente provienen de la publicidad, la propaganda, el todo comunicacional, la no-información, y toda forma de censura. Pero entonces no es el lenguaje el que hace uso de nosotros. Son los manipuladores, que nos manejan como las marionetas que somos en sus manos, son ellos los que nos usan.  
El poema en cambio hace de nosotros una forma-sujeto específica. Nos activa un sujeto que no seríamos sin él. Eso, por el lenguaje. En ese sentido nos enseña que no hacemos uso del lenguaje. Pero devenimos lenguaje. Ya no es posible limitarse a decir, sino a modo de anticipo, pero muy vago, que somos lenguaje. Más exacto es decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Cuestión de sentido. Sentido del lenguaje.
Pero sólo el poema que es poema nos enseña. No el que se asemeja a la poesía. Ya lista. De antemano. El poema de la poesía. Que sólo reconoce nuestra cultura. Variable, también. Y en la medida en que nos engaña, haciéndose pasar por un poema, es perjudicial. Porque confunde al mismo tiempo la relación con nosotros mismos como sujeto y la relación con nosotros mismos en tanto devenimos lenguaje. Y ambos son inseparables. Ese producto tiende a hacer de nosotros un producto. En lugar de una actividad.
Por ese motivo la actividad crítica es vital. No destructiva. No, constructiva. Constructiva de sujetos. Un poema transforma. Por eso nombrar, describir, no sirven de nada en el poema. Y describir es nombrar. Por eso el adjetivo es revelador. Revelador de la confianza en el lenguaje, y la confianza en el lenguaje nombra, no deja de nombrar. Miren los adjetivos.
De ahí que celebrar, que fue tan frecuentado por la poesía, es enemigo del poema. Porque celebrar, es nombrar. Designar. Desgranar substancia según el sagrado rosario instituido por la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. Aceptar no solamente el mundo tal cual es, el innoble “no tengo más que cosas buenas para decir” de Saint-John Perse, sino aceptar todas las nociones de la lengua a través de las cuales está representado. El impensable vínculo entre el genio del lugar y el genio de la lengua. 
Un poema no celebra, transforma. Por lo que tomo lo que decía Mallarmé: “La poesía es la expresión, por el lenguaje humano remitido a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los aspectos de la existencia: dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la única tarea espiritual” Donde algunos creen que está pasado de moda.
Para el poema, reservo el rol supremo del ritmo en la constitución de sujetos-lenguaje. Porque el ritmo no es más, aun si ciertos iletrados no se han dado cuenta, la alternancia del pum-pum en la mejilla del metrista metrónomo. El ritmo es la organización-lenguaje del continuo del que estamos hechos. Con toda la alteridad que funda nuestra identidad. Vamos, metristas, basta un poema para que pierdan el equilibrio.
Porque el ritmo es una forma-sujeto. La forma-sujeto. Que renueva el sentido de las cosas, por el que alcanzamos a percibir que tenemos que desprendernos, que todo lo que nos rodea se hace de desprenderse, y que, mientras se aproxima esta sensación de todo en movimiento, nosotros mismos somos parte de ese movimiento.
Y si el ritmo-poema es una forma-sujeto, el ritmo deja de ser una noción formal, la propia forma deja de ser una noción formal, la del signo, para ser una forma de historización, una forma de individuación. Abajo la vieja dupla de forma y sentido. Poema es todo lo que logre, en el lenguaje, ese recitativo que es la máxima subjetivación del discurso. Prosa, verso, o línea. l 
Un poema es un acto de lenguaje que tiene lugar sólo una vez y recomienza sin cesar. Porque hace sujeto. No deja de hacer sujeto. El de uno. Cuando es una actividad, no un producto.  
Una manera más rítmica, más lenguaje, de aplicar lo que Mallarmé llamaba “autenticidad” y “estadía”. Aunque estadía es un término demasiado estático para expresar la inestabilidad misma. Pero “única tarea espiritual”, sí, agregaría que sí, en este mundo llevado por la vulgaridad de los conformistas y el mercado del signo, o renunciar a ser sujeto, una historicidad en curso, para ser sólo un producto, un valor de recambio entre otras mercancías. Lo que la tecnificación del todo-comunicacional no hace más que acelerar.                                                   
No, las palabras no están hechas para designar cosas. Están para situarnos entre las cosas. Verlas como designaciones, es demostrar que tenemos la más pobre idea del lenguaje. La más común incluso. El eterno combate del poema contra el signo. David contra Goliat, Goliat, el signo.
Por eso incluso creo que es un error vincular ahora y siempre, en Mallarmé, « la ausente de todo ramo » con la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando se opone a la « verdadera vida » de Rimbaud. Es quedarse en el discontinuo del lenguaje opuesto al continuo de la vida. Mallarmé sabía, él, que sobre una piedra “las páginas no cerrarían bien”.
Aquí es donde el poema puede y debe derrotar al signo. Arrasar con la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de la escucha. Y el signo no hace otra cosa que mostrar. Es sordo, y ensordece. Sólo el poema puede darnos voz, llevarnos de voz en voz, volvernos un escucha. Entregarnos todo el lenguaje en la escucha. Y el continuo de esa escucha incluye, impone un continuo entre los sujetos que somos, el lenguaje en que devenimos, la ética en acto que es esa escucha, de donde una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.
Por lo que resulta irrisorio que los poetas retomen indefinidamente el poetismo torre de marfil, de Hölderlin, "el hombre habita [o vive] poéticamente en esta tierra - dichterisch wohnt der Mensch auf dieser Erde", un Hölderlin atravesado por la esencialización Heidegger, donde se sitúa un pseudo-sublime a la moda. Por supuesto que no. El hombre vive semióticamente en esta tierra. Más que nunca. Y a no creer que me las agarro con Hölderlin. No, me las agarro con el efecto Hölderlin que no es lo mismo. Con la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (y el neo-pindarismo que destila, y está de moda) y la esencialización de la ética y la política. 
El poetismo es la coartada y el sustento del signo. Con su cita-cliché de rigor, rueda de plegaria de la poetización: “y para qué poetas en tiempos de miseria- und wozu Dichter in dürftiger Zeit?" 
En contra –y sí, es así - de la necesidad del poema, precisamente del poema, siempre del poema. Del ritmo, precisamente del ritmo, siempre del ritmo. En contra de la semiotización generalizada de la sociedad. De la que algunos poetas creyeron, o simulan, escapar por lo lúdico. El amor por la poesía, en lugar del poema. Cavándose la fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria.
Hay que pensar la claridad del poema. Apostando a la necesidad de separar a Mallarmé de interpretaciones que lo hacen recaer continuamente en el signo, tomando durante cuarenta años siempre las mismas palabras, la “desaparición elocutiva del poeta”. Pero nunca “el poema, enunciador”. Mallarmé-síntoma. Reducido sólo a cuestiones de sentido. Lo que permite que se lo siga viendo como un poeta difícil. Obscuro. Nada cambió, o muy poco, desde Max Nordeau. Siempre los imbéciles del presente.
Replegando a Mallarmé sobre su época. Doblemente encerrado, Mallarmé, en el signo, y en el simbolismo. Antiguallas, “la explicación órfica de la Tierra”. El modo complaciente de continuar sin pensar el poema. Todo a costa de sacralizar la poesía.
El desafío, de hacer escuchar la oralidad y la claridad de Mallarmé, es el poema. Contra la estupidez erudita del signo. 
El desafío de sugerir en lugar de nombrar, como un universal del poema. Por lo tanto un universal del lenguaje. No se puede ser más claro, como decía él: “trabajar con el misterio en vista del más tarde o del jamás”.
Entonces, contrariamente a los que no creen más en la palabra de Mallarmé sobre “la explicación órfica de la Tierra” y sin perder más tiempo en algunos descriptivistas enumeradores de nombres de ciudades, diría que el poema, el más pequeño poema, una copla española, es el relevo del desafío postergado, eludido en la no-realización de Mallarmé de su “Libro”, esencializando la poesía, en lugar de escuchar las formas incesantemente renovadas de la “Odisea moderna” en Mallarmé mismo, en lo que ha escrito más que en lo que no ha escrito, y en todas las voces que han sido su propia voz.
Porque con cada voz, Orfeo cambia, y vuelve a comenzar. Comienza una nueva Odisea. Tienen que escucharla, hombres de poca voz.
Con un poema, no se pone en marcha una visión, como creyó toda una tradición poética primero, poetisante después. Sino “el único deber del poeta”, por retomar a Mallarmé, porque en principio hay uno, y sólo el poema puede dar lo que únicamente él hace, la escucha de todo lo que uno no sabe que oye, de todo lo que uno no sabe que dice y de todo lo que uno no sabe decir, porque cree que el lenguaje esta hecho de palabras.
Orfeo fue uno de los nombres de lo desconocido. Un error grosero y común es creer que corresponde al pasado. En lugar que aquello que representa continúe en cada uno de nosotros.
Y la Odisea, la “Odisea Moderna” de la que habla Mallarmé, otro error grosero ha sido y sigue siendo, confundirla con los viajes y sus relatos, con la calcomanía de las epopeyas y el prejuicio reinante. Lo mismo que confundir lo monumental y lo sobredimensionado. El poema muestra que la odisea está en la voz. En toda voz. La escucha es su viaje.
Y si la escucha es el viaje de la voz, entonces queda abolida la oposición académica entre lirismo y epopeya. Así como la definición de pintura, que Poussin ya había tomado de un italiano del siglo XV, antes que la vuelva a decir Maurice Denis, como “colores ensamblados en cierto orden”, anula de antemano la oposición entre figurativo y abstracto.
Queda solamente: es pintura, o no es pintura. Como ya lo decía Baudelaire. Es un poema o no es un poema. Parece. Hace todo lo posible por parecerse. Parecerse a la poesía. Parecerse al pensamiento. Porque hay un poema del pensamiento, o entonces no es más que un símil. El mantenimiento del orden.
Así es, en un nuevo sentido, todo poema, si es un poema, una aventura de la voz, no la reproducción variable de la poesía del pasado, tiene en él la epopeya. Y deja al museo de las artes y tradiciones del lenguaje la noción de lirismo que algunos contemporáneos han intentado actualizar haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: confusiones entre el je y el moi, entre la voz y el canto, entre el lenguaje y la música, en la común ignorancia del sujeto del poema. Confusiones, es cierto, que el pasado mismo de la poesía contribuyó a crear.
Pero el poema da señal de vida. Aquello que se le parece, porque quiere tener poesía, tener la apariencia si no tiene su ser, da señal de libro. 
Consecuencia: esta oposición recuerda la que habitualmente se hace entre la vida y la literatura. Y un poema es lo más opuesto a la literatura. En el sentido del mercado editorial. Un poema se hace en la reversibilidad entre una vida devenida lenguaje y un lenguaje devenido de la vida. 
Fuera del poema abundan pretensionismos de toda índole, montajes que siguen repitiendo el contrasentido tan difundido sobre la frase de Rimbaud “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “Replicaré frente a la agresión que los contemporáneos no saben leer” de Mallarmé.  Otra vez es el imbécil del presente, que habla en ese contrasentido. El mismo imbécil del lenguaje.
Un poema está hecho del verso al que vamos, que desconocemos, y el que dejamos atrás, que es vital reconocer.
Para un poema, hay que aprenderá rechazar, a trabajar con toda una lista de rechazos. La poesía sólo cambia si se la impugna. Como el mundo sólo es cambiado por aquellos que lo objetan.
Entre mis rechazos pongo: no al signo y a su sociedad. No a la mediocridad pomposa que confunde el lenguaje y la lengua, y habla de la lengua sin saber qué dice, de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto, y de una relación esencial entre el alejandrino y el genio de la lengua francesa. No olviden respirar en todas las doce sílabas. Metrifiquen el corazón. Mitología que sin duda no es ajena al retorno, jugado por lo lúdico, a la moda de la versificación académica. Y si fuera para hacer reír, fracasó. Aristóteles ya había identificado a los que escriben en verso para ocultar que no tienen nada para decir.  
No al consenso-signo, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo.
No, no vamos a las cosas. Porque no dejamos de transformarlas o de ser transformados por ellas, a través del lenguaje.
No a la fraseología poetisante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre poesía y mundo exterior. Que sólo lleva a hablar de. A Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. El mundo no está allí, sino la relación con el mundo. Y esa relación es transformada por el poema. Y la invención de un pensamiento es el poema del pensamiento. 
No, la poesía no está en el mundo, en las cosas.  Contrariamente a lo que han dicho los poetas. Imprudencia de lenguaje. Sólo puede estar en el sujeto que está sujeto al mundo y sujeto al lenguaje como sentido de la vida. Habíamos confundido el sentido de las cosas con las cosas mismas. Una confusión que lleva a nombrar, a describir. Ingenuidad pronto penalizada. La prueba, si hiciera falta, de que la poesía no está en el mundo, es que los no-poetas están en el mundo como los poetas y no hacen un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y sigue siendo caballo.
Vivir no basta, todo el mundo vive. Sentir no basta. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia no basta. Para que haya un poema.
No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es lo contrario: la exigencia de un sentido que no está presente y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambia nuestra relación con el mundo.
Si vivir precede a escribir, la vida es sólo la vida, la escritura es sólo literatura. Y se nota. Al menos hay que aprender a reconocerlo. La enseñanza debería servir para eso. 
No a la mirada cautiva para escuchar. Los poetas creyeron que hablaban de poesía apostando todo a la vista, a la mirada. Falta de sentido del lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La oposición fuerte pasa entre el pensamiento por ideas preconcebidas, y pensar su propia voz, tener voz en su propio pensamiento.
No al rimbaudismo que ve a Rimbaud- la poesía en su partida fuera del poema.
No cuando se opone interior y exterior, imaginario y real, evidencia aparentemente indiscutible. Que nos impide pensar que sólo somos su relación.
No a la metáfora tomada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una manera de girar alrededor, lo bonito, en lugar de ser la única manera de decir.
No a la separación entre el afecto y el concepto, cliché del signo. Que no sólo hace un símil-poema sino un símil-pensamiento.
No a la oposición entre individualismo y comunidad, efecto social del signo, el impensado del sujeto, por lo tanto del poema, que vuelve a la literatura, a la poesía, un juego social, la cursi cantinela del renga- pretendidos poemas que se hacen entre varios.
No a la confusión entre subjetividad, esa psicología, donde el lirismo queda atrapado,  esos metros que chantajean, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema. 
No, no cuando se opone, tan cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque desde hace mucho tiempo, así como hay un academicismo de la tradición, hay un academicismo de la transgresión. Y porque, en los dos casos, lo moderno se opone a lo clásico, mezclando lo clásico con lo neo-retro-, y en los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que desde siempre hizo al poema, y que traslada estas oposiciones a su confusión, a su impensado, que enmascara lo perentorio del mercado.
No también a la simplificación que opone lo fácil y lo difícil, la transparencia a la obscuridad, a los clichés sobre el hermetismo. El signo es para muchos, el que irracionaliza su propio impensado, el que lo vuelve ciertamente oscuro. Su claridad es oscura. Como la claridad francesa. Pero el poema, no se falsea con ese viejo truco.
No a la poesía en la mira del poema, ya que enseguida es una intención. De poesía. Que por lo tanto sólo puede dar literatura. Poesía de poesía no siendo más poesía de lo que el sujeto filosófico es al sujeto del poema.
Manifestar no es dar lecciones, ni anunciar. El manifiesto surge de lo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar más. Por eso es intolerante. El dogmatismo fofo, invisible, del signo, él, no pasa por intolerante. Pero si en él todo fuera tolerable, no habría necesidad de un manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. A riesgo de pasar por improcedente. Sin riesgo, tampoco habría manifiesto. El liberalismo no muestra que es ausencia de libertad.
Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar también es un riesgo. Pensar qué es un poema. Lo que hace de un poema un poema. Lo que debe ser un poema para ser poema. Y un pensamiento para ser pensamiento. Esa necesidad, de pensar inseparablemente el valor y la definición.  De pensar esa inseparación como un universal del poema y el pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad.
Aún si ese pensamiento es particular, siempre tuvo lugar por principio en una práctica, necesariamente será verdadero siempre. No es por lo tanto de ninguna manera una lección para lo que se llama el siglo venidero. No más que el balance académico del siglo. Ese efecto de lenguaje, el efecto-temporalidad del signo. El discontinuo del secularismo.   
En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar por el poema el rechazo a la separación entre lenguaje y vida. Reconocerla como una oposición no entre lenguaje y vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Lo que contextualiza el supuesto entredicho de Adorno (que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), que algunos piensan en invertir haciéndole jugar ese rol de inversor a Paul Celan, mientras siguen en el mismo impensado, que mostraba Wittgenstein por el ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene.
Esas impugnaciones, todas esas impugnaciones son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que vivir se transforme en poema. Para que un poema transforme el vivir.
El colmo, en el que toma aires de paradoja, es que no son más que cuestiones obvias. Pero desconocidas.  Lo cómico del pensamiento.
Pero solamente por estas impugnaciones, que son el pulso del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, es que siempre hubo poemas. Y que el pensamiento del poema es necesario al lenguaje, a la sociedad.

NOTA BENE: ésta, del 2 de noviembre de 1999, constituye la segunda y provisoriamente definitiva versión.

Traducción: Raquel Heffes

sábado, 17 de diciembre de 2016

HENRY MESCHONNIC - La poesía y los libros santos

La relación de la poesía y los libros santos es a la vez muy antigua, muy rica, y plagada de malentendidos, y sobre todo de mutaciones, que son las de la modernidad. Paradójicamente, mientras podría pensarse que ante todo es el pasado de la poesía, es también, en ciertos aspectos, no sólo una reserva sino un futuro imprevisible. Y el singular, la poesía, oculta su plural.
Respecto del pasado, tradicionalmente, la Biblia, que, en la cultura occidental es el libro mayor, tuvo el rol  de lo que Northrop Frye ha llamado el Gran Código. En ese rol, de texto religioso, se observa sin duda el mayor deterioro. Recopilación de temas, de rituales, de historia santa, es en cuanto tal que el texto religioso, reducido a un catecismo, a imágenes estereotipadas, se ha empobrecido.
Otra dirección antigua, el desplazamiento tradicional de lo santo a lo sagrado que extiende la noción de libro santo a la de lengua sagrada: como el hebreo de la Biblia, el árabe del Corán.
Esta sacralización de la lengua es un problema poético para la modernidad, y sin duda una de las razones poéticas de un cierto ateísmo poético, el que, a veces, no hace más que cambiar de soporte, para desembarazarse de la sacralización de la lengua hacia una remitologización del mundo. Y es notable que los grandes relatos griegos, la Odisea en particular, hayan sido portadores de mitos modernos y de literatura moderna como en el Ulises de Joyce. Sin mencionar al psicoanálisis. Que se ha nutrido de la mitología griega, y por allí, inconscientemente, remitologizado el mundo.
 Repetimos a menudo las palabras de Malraux sobre el siglo XXI que será religioso – se sobreentiende en reacción a los agnosticismos, a los ateísmos del siglo XX.
Hay allí un desplazamiento de sentido al que hay que atender, porque lo religioso sólo parece tener relación con lo divino. Monopolizándolo.
En realidad, es una captación de lo divino con fines políticos. Es una forma de política. Que toda la historia, tanto de la cristiandad como del Islam muestra muy bien. Y actualmente los integrismos.
Esta captación política verifica la etimología cristiana de la palabra religión tal como Lactancio en el siglo V lo enunciaba: Diximus nomen  religionis a vinculo pietatis esse deductum; quod hominem sibi Deus religaverit et pietate constrinxerit- “Dijimos que el nombre religión deriva del lazo de piedad, dado que Dios ligó al hombre con él y lo ató por la piedad.” De dónde la religión (religare) es el vínculo del hombre con Dios y de los hombres entre ellos, por ese vínculo con Dios. La ironía dramática es que ese vínculo divide a los hombres, en lugar de unirlos. En ese esquema, en la Europa Occidental del siglo XVII, el individuo nació contra la religión. Como lo mostró Groethuysen. En ese esquema, la Revolución Francesa y los derechos del hombre son una ruptura de lo teológico-político. También la noción cristiana de religión es esencialmente una noción social y política. En cuanto tal, no tiene paradójicamente más que una relación parcial, muy parcial, con la santidad y con lo divino, y en su utilitarismo, del tipo Gott mit uns de todas las guerras, es una traición de lo divino y de la santidad, y de la poesía por supuesto, por el mismo instrumentalismo.
Por lo tanto es inmediatamente necesario, y urgente, por la poesía, distinguir la santidad y lo divino de lo religioso. Pero también de lo sagrado.
La santidad es una relación con la trascendencia divina, una relación ética, enunciada, codificada, como impuesta por esa trascendencia, que es exterior a la historia. Lo sagrado es una trascendencia no ética, sino cósmica, la unión paradisíaca del hombre con la naturaleza, de las palabras y de las cosas, es el tiempo del relato –del tiempo en que las bestias hablaban- y es también por allí una posibilidad de actuar a través de las palabras sobre las cosas: la magia. Lo sagrado es fundamentalmente pagano, politeísta, animista. Es una relación con las fuerzas elementales, y la razón por la que los neo-paganismos enraízan allí.
Sin embargo, la estructura del modelo cultural del lenguaje que la ciencia ha universalizado a partir de los griegos se ha constituido como una homología con la oposición binaria entre un sincretismo de la santidad y lo sagrado, y lo profano. Es el modelo del signo (significante-sonido, significado-sentido, y el referente que es la cosa). Su dualidad es constitutiva, y polivalente. Es lingüística (el sonido frente al sentido, la poesía frente a la prosa), antropológica (la voz frente al escrito como el cuerpo opuesto al alma, y la muerte a la vida), filosófica (la palabra frente a la cosa, o el origen-naturaleza frente a la convención), teológica (el Antiguo Testamento frente al Nuevo que, por la prefiguración, es el sentido), social (el individuo frene a lo social), y política: en el Contrato Social, la minoría tiene el rol del significante, escamoteable y mantenido, y la mayoría tiene el rol del significado, a la vez una parte y todo.
Es este paradigma dualista del signo el que opone su instrumentalismo (el lenguaje sirve para comunicar) a la poesía, que juega en este modelo el rol de anti-instrumentalismo. Sartre decía: “Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje”. El signo opone la separación de palabras y cosas, supuesta del lenguaje llamado corriente, a la unión de palabras y cosas, que sólo la poesía, según este esquema, es capaz de encontrar. Y esquema se opone radicalmente a ritmo.
Lo sagrado, si es la fusión del hombre y la naturaleza, y resulta de someter al hombre a las fuerzas de la naturaleza, confundiendo las palabras y las cosas, dio indiscutiblemente una poesía de la unidad del mundo, al mismo tiempo que aplasta al sujeto y al individuo.
Pero aún desde el punto de vista de lo sagrado, surge enseguida que la poesía no es y no puede ser lo sagrado, la realización de la unidad del mundo. No puede ser más que la tensión entre los dos polos que son la unidad del mundo y la diversidad del mundo, la tensión entre totalidad e infinito.
Porque la poesía es lenguaje, y en la medida en que no sea confundida con una poesía de las cosas que no es más que un estado de sensibilidad hacia las cosas, un estado poético y no poesía, una noción sentimental de la poesía,  la poesía no puede ser la unión de las palabras y de las cosas. Puede tender a eso, puede hablar de eso como de un paraíso (perdido). No es nada más que su rol en el signo, y un efecto del signo.
Cuando la poesía está identificada con ese rol, no es más poesía, sino ideología de la poesía, por el olvido de esa tensión entre unidad y diversidad que constituye su valor en relación al mundo, al pasado de la poesía, tanto como a los libros santos. Los libros santos hacen otra cosa: el relato de una historia, la historia de la relación con lo divino.
Pero la poesía no es lo divino, ni la santidad, menos lo sagrado. Tampoco la plegaria. Una plegaria no es un poema. Pero un poema puede ser una plegaria.
Es la confusión (voluntaria) que logran las triquiñuelas de Heidegger con la poesía cuando por ejemplo lee el verso de Hölderlin:

Und was ich sah, das heilige sei mein wort
Y lo que vi, que lo sagrado sea mi palabra

como si fuera ist mein wort, “es mi palabra”.

Triquiñuela que sería conmovedora, por la expresión tan impaciente de su deseo, pero donde el voluntarismo decisionista tiene por efecto anular el lenguaje y la poesía a la vez, justamente por esta fusión, decidida por el filósofo pero sólo deseada por el poeta. Es por lo tanto, bajo la apariencia de adoración de la poesía y de exaltación de su rol, la destrucción y desconocimiento de la poesía, característica de un pensamiento que elimina al sujeto, el valor, la ética –triple eliminación de la poesía remplazada por la tautología de la verdad.
No hay una poesía de libros santos. Y si la poesía es creación, la expresión particular, indefinidamente nueva de una relación del sujeto con el mundo, con él mismo, y con todo lo que lo excede, la poesía que se realiza en los libros santos es extremadamente diversa.
Como lo demuestran dos cosas: la diferencia entre la retórica y la poética de la desaparición del nombre de Dios en la Biblia y en el Corán, y el estatuto del ritmo en la Biblia.
Las dos formas de la poética del nombre, en árabe y en hebreo, constituyen, por su propio contraste, una parábola de la poesía de lo divino, y de la historicidad de esa poesía.
Al mismo tiempo es la oralidad de la presencia de Dios que, en árabe, a diferencia del hebreo, sacraliza la propia lengua. Pasamos del texto a la lengua y de la “lengua de la santidad” a la lengua sagrada. Por eso el problema poético, en árabe, para la poesía moderna, es y ha sido, reaccionar contra la presacralización de la lengua, que es una prepoetización y toda prepoetización es una muerte de la poesía, ya que la poesía vive sólo de no confundirse en el pasado de la poesía, y de buscar su propio desconocido.
Para el problema de definición de la poesía que platean los libros santos tomaría especialmente el caso de la Biblia porque plantea un problema específico y cuya importancia no es generalmente vista.
En su ocultación o desconocimiento habitual, la importancia de este problema está en relación directa con la importancia fundamental de la Biblia en la cultura occidental, y con la concepción común del lenguaje. Lo que pone en crisis esta concepción es la cuestión del ritmo. Cuestión característicamente olvidada en nuestro mundo del lenguaje.
¿Pero a qué se llama poesía en la Biblia? Si partimos de una definición temática, sentimental, el Cantar de los Cantares es poesía, pero un pasaje que exponga un código de conducta, como en el Levítico, será considerado prosa. Dicho de otro modo, no podemos pensar la poesía sin pensarla en oposición a algo que se llame prosa. Estamos entonces, más o menos confusamente, en una oposición que es del orden de la racionalidad, a grandes rasgos en una oposición entre emoción y razón. Creemos pensar en la poesía pero pensamos el signo.
Y esta oposición entre emoción y razón es vaga, y no bastaría para definir culturalmente, poéticamente, la poesía. Ya que sabemos que en la mayoría de las culturas, la poesía es históricamente inseparable de una definición formal, asociada si no confundida con el verso, cualquiera sea el principio métrico. La oposición entre poesía y prosa deviene oposición entre verso y prosa. Cuando al mismo tiempo los Antiguos –Griegos- sabían muy bien, tan bien como nosotros, que todo lo que es verso no es poesía. Aristóteles lo dice incluso muy duramente. Que hay quienes escriben en verso para ocultar que no tienen nada que decir. Sabía de esto.
Pero aquí se platea la cuestión generalmente oculta, por la traducción y por la tradición, de la organización del ritmo en la Biblia. Es la cuestión del versículo, y del paralelismo.
Por ese motivo el problema de la traducción es un problema poético, y político, para la traducción de la Biblia: poéticamente, hay que deshelenizar, deslatinizar, descristianizar, y no de lengua a lengua, sino de lengua a obra, ir de una traducción-anexión a una traducción-descentramiento. Que supone una transformación de las concepciones de identidad y de alteridad. Se trata de pasar lo escrito en las “Escrituras” a la oralidad, por lo tanto la poesía, del libro “santo”. Movimiento comenzado y que es el mismo de la modernidad.
Es notable que desde la entrada de la Biblia en el mundo griego (que se basa en el signo y en la oposición entre verso y prosa) la manera con la que justamente se buscaba –se es Flavio Josefo- dar a los griegos la idea de que hay poesía, es decir belleza, en la Biblia, consistía en decir que había hexámetros (el metro épico de Homero) en la Biblia. No fueron encontrados.
Hasta la invención, como sabemos, del paralelismo como sustituto retórico de una métrica ausente –teoría que aún hoy constituye la Vulgata, y que el formalismo estructuralista ha reforzado y generalizado en toda la poesía.
Sin embargo esta teoría del paralelismo, que consiste en reconocer como poesía, formalmente, pasajes cargados de paralelismos, en relación a otros que no los tienen y serían prosa, no coincide del todo con la noción sentimental de la poesía: formaliza la poesía, y por allí, sin saberlo ni quererlo, carece de ella. Como todo formalismo.
Porque esta retórica no es pertinente, justamente por el hecho de no ser más que retórica, y no una poética, e impide además reconocer en la Biblia el principio rítmico del versículo en hebreo. Asociando su suficiencia y su insuficiencia.
Sin embargo, es la organización que el versículo lleva por toda la Biblia. Impide por lo tanto pensar en términos formales cualquier distinción entre poesía-verso y prosa-no verso en la Biblia.
Es este bloqueo que hay que poner al descubierto, contra la ocultación que hace la tradición y la ocultación que hace la traducción. Es este bloqueo que hay que tomar como punto de partida de un nuevo pensamiento del lenguaje, y de un futuro de la poesía, siendo al mismo tiempo un futuro imprevisto de la Biblia como incentivo teórico de ese nuevo pensamiento del lenguaje, fuera del discontinuo del signo, hacia un redescubrimiento del continuo. Un humanismo del poema.
Siendo el continuo, contra la oposición entre poesía y prosa, el pensamiento de una prosa de la poesía, rehabilitación de lo que Hegel llamó la “prosa del mundo”, y lucha contra la oposición entre fiesta y cotidiano, característica de los partidarios de lo sagrado que son también antimodernos, el lado Heidegger contra el lado Baudelaire.  Walter Benjamín hablaba de ángeles judíos a los que ponía del lado de Baudelaire.
Aunque Tora signifique “enseñanza”, la enseñanza –en el sentido didáctico de mantenimiento del orden, como ya lo veía Baudelaire- es ajena a la poesía como poesía. Lo que de ninguna manera significa que no se pueda, y no se deba, enseñar qué es y qué hace la poesía. Pero la poesía no es un discurso de creencia o de moral. (Ponerla en los sentimientos negativos, para esquivar esta primera trampa, no es más que otra trampa: está la trampa de los ingenuos y la trampa para retorcidos –sólo justicia). La poesía no se opone a la enseñanza cualquiera sea. Simplemente, la poesía no es una enseñanza.
La poesía no enseña, porque no está en el nombrar sino en el sugerir. Como dijo muy claramente Mallarmé, que pasa por oscuro, donde puso al descubierto un universal de la poesía, contrariamente a lo que piensan los que subestiman esta distinción sobre el simbolismo como una antigüedad. Como se consideran. Y se condenan.
¿Pero todas estas distinciones para caer en otra trampa? La oposición entre texto “religioso” y texto poético. Hay interferencia en la noción misma de texto “religioso”. Por dos razones, que se suman. Una es la reducción a la creencia, al contenido, una verdad. Esta sublimación, enmascara su dualismo, el que emite un residuo, la forma, bajo todas sus formas. Es productora de culto, de sacralización, y no ve que es debilitamiento, desconocimiento de lo que hace un lenguaje. La otra razón es la relación misma del texto religioso con su origen divino.
Pero lo divino también es lenguaje. Y la Tora habla el lenguaje de los hombres. El origen oculta el lenguaje. Oculta lo que veía Saussure: cada vez que se busca el origen se encuentra el funcionamiento. El origen y el funcionamiento. Lo tenemos en la boca todos los días.
No hay allí de todos modos conflicto. Maimónides era creyente. Eso no lo hacía sordo. Por cierto la sordera no es privativa de la creencia. Los no creyentes son tan sordos como los creyentes. Probablemente sean creyentes de otra cosa. Creyentes del Signo. Porque él, es sordo.
Pero sólo la cuestión de la parábola, de la alegoría, además de la del ritmo y la prosodia, y eventualmente en las relaciones entre ellas, supone e impone la escucha de su funcionamiento.
Estar atento a las confusiones entre la santidad, lo sagrado, la poesía, es no seguir confundiendo la retórica y la poética. Donde es necesario también prestar atención al motivo místico del silencio. De lo indecible. El poema no dice. Hace. Hace alguna cosa al lenguaje que nunca se hizo antes que él. Y nos la hace. Leyendo somos leídos por él.
En ese sentido, no hay una poesía sentimental y una poesía intelectual-formal-experimental. Distinción cultural-mundana. Tan superficial como la oposición entre pintura figurativa y pintura abstracta. Lo único que cuenta para la poesía es que sea poesía. Es decir, un pensamiento poético, la invención de un pensamiento poético. Como en la pintura, que sea pintura, es decir la reinvención, cada vez, de la pintura.
No hay una poesía fácil y una poesía difícil. Siempre es difícil. Aún con las palabras más simples, las más “corrientes”. Precisamente con las palabras corrientes.
Pero también la mala poesía es difícil. De otra manera. Es difícil de reconocer. Porque ante todo imita la poesía.
Tener una actitud rigurosa frente al problema poético es recordar algo elemental: poesía es lo que renueva la poesía. En ese sentido, la poesía no se confunde con la historia de la poesía. Y un poema no se confunde con la poesía. Si hace poesía, es un poema. Si es ella que la hace, no es un poema. Es amor a la poesía.
Los libros santos son por lo tanto específicamente diferentes de la poesía. Están fijos –no hay fijador más grande del lenguaje que su sacralización, desde antes de ser escritos. La poesía no está fija. Sobre todo, los libros santos tomados como libros religiosos, determinan modos de conducta colectivos. La poesía no determina ningún modo de conducta. En todo caso no colectivo. No es colectiva. Aún si socializa el sujeto del poema. Por la lectura. Sí, ella, es siempre a la vez individual y colectiva.
Pero la poesía determina transformaciones en relación a sí misma y a los otros. En ese sentido, si los libros santos no son poesía, hay necesariamente poesía en los libros santos. Posiblemente sean santos sólo en la medida de la poesía que llevan, y los lleva. Posiblemente la poesía sea una manera particular de reescribir, de continuar escribiendo, los libros santos, lo que supone que la santidad, y la profecía, como la poesía, no sólo tengan un pasado sino también un futuro.

Traducción: RIH

martes, 1 de noviembre de 2016

Permanecer en el océano - Diana Bellessi

Permanecer en el océano
 
Las diez mil cosas inofensivas no siempre
están ahí para ofendernos si no fuera
corta la mirada y sumergida en dolor
privado o temor que rige nuestro imperio
de los sentidos tan cercado por el miedo
de perder y no tener o en la mira siempre

el ojo clarísimo de la muerte atento
como una madre al tiempo de decir ya está
bien, ha vivido lo bastante por ahora
y visto las diez ml cosas extraordinarias
que florecen vuelan corren y se aparean
o sin remedio nada ha visto desatento

del milagro este ciego que en la rueda tiene
pan pero ha creído no tiene dientes y de hambre
muere hasta que el delicado ojo de la muerte
cierra los ojos ciegos para así la próxima
vez lo intente de nuevo entre las diez mil cosas
que expresan al mundo  y lo mantienen en él

no siempre están ahí para ofendernos, las vivas
cosas  y el monje negro de ojo clarísimo
en reverbero donde brilla la creación.
Demeurer dans l’océan

Les dix mille choses inoffensives pas toujours
sont là pour nous offenser sauf par
le court regard submergé dans la douleur
intime ou la crainte qui régit notre empire
des sens si entouré par la peur
de perdre et ne pas avoir ou toujours visé

l’œil très clair de la mort attentif
comme une mère au temps de dire ça
y est, pour l’instant vous avez assez vécu
et vu les dix mille choses extraordinaires
qui fleurissent volent courent et s’accouplent
ou sans choix rien ne vous avez vu distrait

du miracle cet aveugle qu'ayant du pain
dans la roue s'est cru sans dents et crève
de la faim jusqu’à ce que l’œil délicat de la mort
ferme les yeux aveugles pour que la prochaine
fois il l’essaie à nouveau  parmi les dix mille choses
qui expriment le monde et l’en gardent là

pas toujours sont-elles là pour nous offenser, les vives
choses et le moine en noir d’un œil très clair 
au réverbère où la création brille.