miércoles, 25 de noviembre de 2015

El Califato es letrado

Jean-Claude Milner





París, capital del siglo XIX, Marx y Baudelaire creyeron en eso. Lejos del trabajo obligado, lejos de las obligaciones de la regla, la multitud parisina les parecía representar, como un reflejo fugitivo, la felicidad de los pueblos. Ahora bien, no se creía más en eso. Muchas buenas intenciones habían transformado la Ciudad Luz en aldea. Pero el califato es letrado. Discernió que en París, una noche de lo más común, por la fuerza del recuerdo, es un testimonio de las revoluciones y de las fiestas. Teatros, terrazas, mujeres sin velo, música, fútbol, en la medida en que existan ciudades donde eso es moneda corriente, ninguna de las conquistas del califato es definitivamente firme. Nueva York era uno de esos lugares privilegiados; New York fue castigada. Después de más de una decena de años, París, nombre exaltado por la cultura, es castigada a su vez. Entre dos capitales de la modernidad, dos capitales de la antigüedad pagana, Sumeria y Palmira.

Retroactivamente, el Califato se apropió del 11 de septiembre, para hacer de él el instante cero de una serie indefinida. Se arroga la misión de llevar a cabo operaciones de policía moral y religiosa a la escala mundial. El Califato es letrado, pero también hace política, en el presente. Más que nadie, tiene conciencia de que Europa, al acoger a un número creciente de musulmanes, de ahora en más hizo que surja un islam europeo, que se agrega a los islamismos árabes, turco e iraní. Este nuevo islam es un desafío. El Califato se ufana de confiscarlo, pero sabe que la partida no está ganada de antemano. Si por casualidad se llegara a perder, el Islam europeo, de aliado potencial pasa a ser un rival. 

Ahora bien, a los que saben ver se les impone una evidencia: la capital de los musulmanes de Europa, es París. Por el número en primer lugar, pero también por la inteligencia de algunas elecciones: más perspicaz que muchos otros, el Califato reconoció una mano tendida en la interdicción de llevar el velo: ¿y si la tomara, qué sucedería?

En el rechazo a los comunitarismos, supo reconocer una ocasión sin precedente que se le ofrecía a la igualdad: teme que algunos musulmanes la aprovechen. Por encima de todo, temen el laicismo espontáneo del transeúnte ordinario: ¿qué sucedería si los musulmanes de Europa se diesen cuenta de que la indiferencia en materia de religión les está permitida como a todo el mundo? Semejantes abominaciones y perversiones no se encuentran en ninguna parte tan abiertamente como en París. Cada esquina, cada monumento incita a eso. 

Se anuncian algunas perturbaciones, ¿quién tiene que tiene que tener más temor? No creo que sean París, Francia o Europa: corren el riesgo de ser heridos, pero no hay peligro de que sean aniquilados. Aquellos a los que el Califato quiere conducir a la muerte, son sus propios sujetos. Los ataques del 13 de noviembre mataron indiscriminadamente, sin la menor precaución para ahorrar la vida de musulmanes. Era preciso que algunos musulmanes mueran. La advertencia mayor les estaba destinada.

En el transcurso de la proclamación del Califato, el 29 de junio del 2014, un estado había nacido; se atribuyó una extensión universal; se dotó de tres leyes fundamentales:

1. Todo musulmán es, cuerpo y alma, sujeto del Califato.

2. Todo no musulmán es enemigo del Califato.

3. Todo ser humano, musulmán o no, que no acepte las dos primeras leyes comete un crimen, punible con la muerte. 

Ahora bien, los sujetos europeos del Califato viven en sociedades donde la sharía no ha triunfado. Son frágiles, hay que arrinconarlos. A los musulmanes de Europa, el Califato solo les deja tres posibilidades. O bien se unen a la jihad, o bien la sostienen sin unírsele y hacen concesiones en ese medio donde los jihadistas estarán “como pez en el agua”, o bien ayudan a la policía. 

Integración cantan las almas bellas: a eso, los comanditarios de los ataques responden: a través de nuestros asesinatos, hemos puesto a la policía en el centro del juego. De ahora en adelante, los musulmanes de Europa deben entender que la integración pasa, para cada uno de ellos, por la denuncia de un vecino. Deben entender que, para ellos, la integración pasa por la vergüenza. A la muerte del cuerpo, debe responder la muerte del alma; al suicidio físico del jihadista, debe responder el suicidio moral del antijihadista. La experiencia mostró que ese tipo de elecciones es casi imposible. Pronto, las sociedades europeas vivirán algunos dramas, pero los musulmanes de Europa se hundirán en una tragedia. El Califato puso en marcha el mecanismo de su destrucción. 

Traducción: HS

miércoles, 18 de noviembre de 2015

El significante errante
Henri Meschonnic

En las ideas recibidas, en la mundanidad del pensador estrella de cada época, hay violencia. Que no es vista como violencia. El aire del signo sofoca. Aun cuando la inmensa mayoría vive en él sin pensarlo. Rechazarlo es encarnar mi tiempo. Violencia contestataria que en cambio es visible y vista como violencia. De inmediato y desde hace una treintena de años, catalogada como polémica.
En un sentido, en el consenso reinante, no es un problema. Aun teniendo que repetir tantas veces como sea necesario que la crítica no es polémica. Que la crítica es búsqueda de estrategias, de funcionamientos, de historicidades. Heredera, en algún sentido, de la “búsqueda de verdad”. No búsqueda de poder. Diferencia radical con la polémica, que sólo quiere poder. Poder sobre la opinión. En primer lugar silenciando al adversario. Diferencia ética y diferencia epistemológica. La confusión, cuando es interesada, y no beneficia más que a la polémica, pasa a ser un procedimiento polémico.
Silencio que produce una forma de utopía. Como condición de época para la crítica. Pero el poema también tiene su política. El poema termina por poner el silencio de su lado. Es al menos la utopía del poema. De hecho, ése es su trabajo. El ritmo hace el suyo. Y el poema va.
La cuestión de la crítica es un tema difícil. No se eligen las cosas más importantes. No se elige estar o no en el poema. No se elige tal o cual discurso en la medida en que se está comprometido. Hay que distinguir entre varios tipos de polémicas. Hay una polémica periodística, una polémica de ideas, una polémica por las posiciones de poder que proviene de la confusión mantenida entre el plano de las ideas y el plano del poder, poder también en el sentido de la conquista de posiciones en Universidades, publicaciones…  Diferentes estilos de polémica que implican varios niveles de compromiso. Hay una polémica que se puede elegir por poder y otra que no se elige, cuando se trata, precisamente, de oponerse a los poderes, y a la confusión entre autoridad y control.
A modo de epígrafe en Critique du Rythme[1] puse la frase de Mandelstam: “En la poesía, siempre hay guerra.” Válida también para la teoría. Que es la reflexión sobre lo desconocido. En el pensamiento, siempre hay guerra. Basta con situarse en la historicidad, en el advenimiento de lo nuevo, de lo imprevisible, para estar conminado a la lucha contra los poderes de opinión. La negación de la polémica implicaría que no hay guerra. Sería una visión ahistórica del pensamiento, del arte, de la literatura, una ingenuidad insoportable. Decir que no hay polémica, es también ponerse del lado del poder. Crédulos aparte, es sólo desde el punto de vista del poder que no hay lugar para cuestionar las posiciones alcanzadas. Por lo tanto, la impugnación o la subversión, o mejor: la lucha por respirar, legitima la polémica. Que del punto de vista de representantes de las posiciones establecidas haya silencio, no asombra. ¿Cómo se hace? No hay elección. Si me sitúo del lado del significante, en la apertura de lo que hace sentido en el infinito y la historia, no puedo más que resistirme a todo lo que se sitúa en el signo, en tal o cual componenda con la historia, donde la historicidad se engloba íntegramente en el pasado y ya no se abre más a la utopía.
La utopía es una paradoja. Tiene varios sentidos. Puede ser en efecto la ausencia de un lugar, un refugio fuera del lugar y del tiempo: dos inseparables. Pero la utopía también puede ser un paso a la conquista del lugar y del tiempo.
Aquí hay una difícil relación con la mística. Por la que el mismo Gershom Scholem resulta ambiguo. Eligió ser historiador, posicionado en la crítica bíblica y la historia de las religiones. Está afuera. La mística es su objeto científico. Pero al mismo tiempo está adentro, y en cualquier momento puede decir que está afuera. No es místico pero puede serlo. No es una crítica: la relación que se puede tener con la historia de la mística, judía en todo caso, no puede no ser ambigua, y la manera más atea de posicionarse en relación a la religión, es estudiar su historia, una manera de seguir en la religión, o en lo religioso. Como la ambigüedad respecto de la teoría es consagrarse sólo a la historia de la teoría.
Hay diferentes maneras de posicionarse en relación al mesianismo. Es el problema tan de moda de recurrir a procedimientos intralingüísticos propios de la cábala que tienen sentido sólo en hebreo y en su propia historia. El problema del valor de demostración de tales operaciones sobre el lenguaje, es que se reducen a lo teológico-retórico. Una forma de solipsismo. El grado sacro, sublime, del solipsismo.
Como si la alternativa fuese el afrancesamiento, la asimilación siglo XIX. Perfectamente ilustrada por la traducción del rabinato de 1899. Desde una veintena de años atrás, una reacción, del todo sociológica, enfrenta a asquenazíes y sefaradíes. Y prácticamente identifica al judaísmo con los últimos. Oposición mitológica entre Oriente y Occidente, entre teología y política. Un nuevo dualismo. Entre un pasado (asquenazí) y un futuro. Sefaradí. Por ir más lejos.
Es la importancia del plural no externo sino interno. Es así que son las lenguas judías. El judío siempre fue al menos bilingüe si no trilingüe. El hebreo y el arameo datan ya de la época bíblica. Y otras lenguas incluso. Con Esther, los judíos que vivían en Persia hablaban esa tercera lengua, la del país. Es importante sobre todo no desembocar en monolingüe. Hay que considerar la condición de metecos.
La posibilidad de una cultura, es la de la utopía, la necesidad misma de la utopía para pensar la historia judía, el presente y el futuro. Una utopía no como refugio, sino como agresividad hacia el presente y el pasado. La cultura judía es una utopía en la medida en que su mayor problema es el religioso.
Históricamente, el judío no sería pensable sin lo religioso. Pero ahora es una cuestión vital pensarse no ya en lo religioso sino en relación a lo religioso. Lo que conlleva tantas trampas como lo religioso. Porque todos los conceptos que se emplean aquí son los de Occidente del siglo XIX, el “laicismo”, por ejemplo, que es un concepto cristiano. Y que no tiene otro sentido claro que la separación de la Iglesia y el Estado. La noción misma de laicismo está a un costado de lo que hay que inventar dentro de la historia judía. “Historia judía” por no decir “judaísmo”, porque esta noción antepone precisamente lo religioso.
Pero no sé si se pueden tener ideas claras sobre un problema como éste. Más implicado se está, como sujeto de enunciación, menos puede ser que se vea claro. Sobre todo si hay poema. El poema pone en juego tantos elementos que no se dominan, que es quizá sólo después, que ilusoriamente quizá también se tienen ideas claras. Me parece que la cultura está en nosotros desde siempre. Puede ser más o menos activa, puramente etnográfica –pero también transformadora. No hay más que diferencias de grado entre todas esas maneras de vivir una cultura. Consiste para mí en ese punto donde nace y tiene lugar la tensión entre lo religioso y lo no religioso, entre el pasado y el futuro, entre el aquí-ahora y la utopía, entre  “Oriente” y “Occidente”, entre el signo y el poema.
Daría a creer que allí tiene lugar el discurso sionista, pero es místico de otro modo. Y se sitúa en un plano que no es el de la cultura. Implica desde luego un vínculo muy fuerte con la cultura por el que, por otro lado, el problema de la lengua no se plantea ya que es en hebreo como lengua nacional. Es bastante reciente que en Israel se retomó el interés por el idish. Hasta entonces, la elección del hebreo invertía los términos, y pasaba por el desprecio del idish. Como también de la cultura sefaradí y judeo- árabe.
Históricamente, es un hecho, el sionismo político es esencialmente asquenazí. Inevitablemente, toda una parte de su historia, es monocultural. De donde, en parte, los problemas actuales de Israel. No ha sido la postura  de todos los pensadores sionistas. Ahad Aham, con mucha anticipación, veía también el problema de la relación con los árabes y la cultura árabe. Pero la razón de ser del sionismo es lo político, y una espiritualidad de la tierra.
No una anti-utopía. Una utopía. Paradójicamente, la utopía de la tierra. Santa. Además. Y tres veces santa, para una tierra, es mucho. La utopía es un politopo. No es el no-lugar, ni la negación del espacio. Puede ser también una pluralidad de lugares. Hay que considerar la utopía como politopo, aunque pueda parecer un juego de palabras. Y no olvidar a Ahad Aham o Buber. Pero no tengo que identificarme con el sionismo. Lo que no puedo aceptar tampoco, es todo lo que lo disfraza. Por eso, no necesito ser sionista.
El significante errante recuerda al judío errante. Que está ya en los antiguos fondos, bíblico y abrahámico. Esa errancia es a la vez poética y política. Sobre ella se plancha y se intenta identificarla con la idea cristiana de que es una condena. Es algo muy distinto. En el caso de los fondos bíblicos implica la no fijación en sí mismo, la relación con la tierra y la historia. Esencialmente, el mestizaje. El judío es poéticamente meteco. Necesita reconocerse en la pluralidad de sus culturas, de sus lenguas. Como cualquier otro, siempre. Siempre que hay incidencia de lo nuevo, hay mestizaje, pluralidad. Por el contario, las ideologías racistas y puristas son mono culturales. Lo totalitario es mono, en primer lugar. Lo que hay de histórico en el judío es la pluralidad. Una pluralidad vital, que no es en sí misma una condena. La condena cristiana es propia de la historia del cristianismo.  Pero la idea de paso está inscripta, ya etimológicamente, en el hebreo-- 'ivri.
Abraham está en camino, Moisés está en camino. Va hacia el lugar. Quizá lo importante no sea llegar sino ir. Estar en camino no es una condena metafísica. Es un hecho de historia.
Lo metafísico, es darle un sentido a la historia. Cada vez que hay vectorización de la historia, hay al mismo tiempo una prescripción y una trascendencia. Situándome en lo radicalmente histórico, sólo las unidades tienen sentido. Las unidades empíricas y no trascendentes. Los discursos tienen un sentido, las vidas tienen un sentido…
Es verdad que estar en camino y estar aquí parecen contradictorios. No estoy en el exilio. Una vez más, es necesario volver a la contradicción entre dispersión y centralidad. Ubicarlas en su teología, con lo que ella tiene de teológico-político. Empíricamente, históricamente, la centralidad es un nuevo comienzo indefinido, y múltiple. Sin finalidad ni la ventriloquia de lo teológico, el sentido de la historia.
Hablar de finalidad, es meterse de lleno en la teología. Sin embargo el punto de vista teológico es tanto la fuerza más grande como la debilidad más grande. Se encuentra allí el supremo dualismo de la cultura y de la historia judías, el contraste entre el sentido y el no sentido, lo teológico y lo histórico. Lo histórico no es la errancia en el sentido del azar desprovisto de sentido. Y el punto de vista teológico es maravilloso: la seguridad absoluta –si no eso sería un caos. Lo teológico opone permanentemente el orden, su orden, al caos. Es necesario recusar esa trampa tendida por lo teológico, la misma trampa de lo sagrado que representa lo profano como la destrucción de valores, el desorden, la ausencia de sentido. El “infinito malo” de Hegel. Empíricamente, no es cierto que la ausencia de lo teológico sea ausencia de sentido. Simplemente porque las unidades de sentido no son trascendentales en la historia.
En cuanto a la famosa supervivencia del llamado pueblo judío, sí, hay un sentido, en la supervivencia. Supervivencia, extraña palabra por cierto: parece hacer del judío un sobreviviente. Es viviente, no sobreviviente. El primer sentido es muy simple: para el judío, es estar vivo. Lo que tiene sentido. Para él. La vida no necesita un sentido trascendente a ella misma. Que haya una historia tal que el pueblo judío sigue estando vivo, es una paradoja sólo desde un punto de vista exterior a los judíos. La enunciación hace al que vive. En eso, ninguna paradoja. Cada vez que hay una continuidad de la enunciación hay vida, tanto en el plano individual como colectivo. Hay individuos sólo porque hay colectividad. Y sólo hay colectividad si hay individuos.  
Una colectividad que hace, de su propia historia, su sentido, o varios sentidos, con lo que eso conlleva de utopía. Entonces, la utopía misma forma parte de la historia concreta. Es la relación misma entre la historia y el sentido, el otorgamiento de sentido. La trascendencia es una de las formas que se le hace tomar a la historia.
Potencia de la nada, y de lo inaudible, paradójicamente. Lo decía Manès Sperber: “El judaísmo se salvó porque de ahí en más no estaba ligado a ningún lugar ni institución, porque no estaba atado a nada que pudiera perderse[2]”. Pensándose “descreído”(p.18) y « herético », pero hasta el “rechazo de toda idolatría” (p.19)





[1] Critique du Rythme, anthropologie historique du langage, Verdier, 1982

[2] Manès Sperber, Être Juif, préface d'Élie Wiesel, éditions Odili Jacob, 1994, p. 18 (texte de 1978).

L’utopie du juif, Desclée de Brouwer, Midrash, 2001 - (pag. 61)

Traducción: Raquel Heffes



).

martes, 20 de octubre de 2015

Embiblar la voz

Por Henri Meschonnic


Embiblar, sí, es lo que traducir la Biblia hace a la voz.
Pero sólo comprendiendo la escucha del ritmo en el poema-Biblia como una palanca teórica para transformar toda la representación del lenguaje, para dejar al descubierto un universal a partir de un particular concreto específico, alegremente ignorado por dieciocho siglos de teológico-político. Porque la Biblia es un texto religioso.
Embiblar, a condición de tomar el ritmo en la Biblia como la parábola del rol mayor del ritmo en el lenguaje, por el cortocircuito que hace del ni verso ni prosa en el hebreo bíblico el problema mismo de la modernidad poética. Y la profecía del ritmo en el lenguaje.
En contra dieciocho siglos de negación y sordera teológicamente programados, religiosamente sostenidos, por la inigualable mala fe de la gente de fe que siguió planchando un modelo greco-cristiano sobre una organización del lenguaje que es irreductible. De una métrica griega inencontrable a una métrica árabe inencontrable, hasta la retórica sustitutiva del paralelismo bíblico que todavía constituye la idea recibida. Pero que para mí es un enchapado teológico-retórico, ignorado por la exégesis judía tradicional, aunque lo tenga delante de los ojos.
Cuando la rítmica bíblica no sabe ni de verso ni de prosa. Es enteramente poema. Pero no en el sentido que opone el verso a la prosa, dando paso a esa otra estupidez que todavía se escucha de algunos poetas, que creen decir algo oponiendo poesía a la prosa. 
O bien esta rítmica es enteramente prosa. Pero lo es entonces en el sentido de Pasternak que en 1934, en el 1er. Congreso de escritores soviéticos, decía “la poesía es prosa,  […] la prosa misma, la voz de la prosa, la prosa en acción, y no en relato. La poesía es el lenguaje de un hecho orgánico, es decir de un hecho de consecuencias vivas. […] Precisamente, prosa pura en su tensión de transferencia, es poesía”. La paradoja es que embibla.
Esta salida de Pasternak, como se sale de los clichés imperantes, quedó hasta donde sé, como un caso único, en el “terrible concierto para orejas de asno”, como decía Eluard, del tiempo en que fuimos surrealistas.
El cortocircuito poético está allí. Y por embiblar entiendo dar a escuchar ese inaudible del enteramente prosa poema. Borrado de todas las traducciones confesionales, cualquiera sea la confesión, o poetizantes, cualquiera  sea la poetización. 
Y el religioso que venera ese texto borra paradójicamente lo que constituye su fuerza: el ritmo como organización del movimiento de la palabra, que es el continuo del afecto al concepto, el continuo del cuerpo-lenguaje, del poema extendido al infinito del lenguaje.
El religioso también borra la distinción que hace el texto entre lo sagrado, lo divino y lo religioso. Defino lo sagrado, según dice el propio texto del Génesis, como lo fusional de lo humano a lo cósmico; defino lo divino como principio de vida y su paso por toda alma viviente; y defino por último lo religioso como ritualización de la vida social, que capta y engloba en ella lo sagrado y lo divino, y aparece mucho después de En el principio (Génesis), parcialmente en Los nombres (El éxodo), y se instala con su calendario, prohibiciones, prescripciones, en el tercer libro, El Señor llamó (Levítico). Donde lo religioso es ya teológico-político. Pero la teologización, lo que no ven los religiosos, que no ven más que la verdad,  es un semiotismo, la forma sacralizada del dualismo.
Embiblar, también es por lo tanto, paradójicamente, desteologizar, es decir desemiotizar, decristianizar, deshelenizar, deslatinizar, defrancescorrientizar ese lenguaje. Que nunca fue lenguaje corriente. Para recuperar la fuerza del continuo eliminado en el sucesivo trabajo de borrado, es decir, de traducciones que corren detrás del francés corriente para hacer discursos moralizantes y correr detrás de su clientela. En la confesión que sea.
Se trata de historizar radicalmente el lenguaje, los discursos, el poema. Contra el mandato mundializado del signo.
 El problema es un problema poético, en el sentido que para escuchar y dar a entender el hacer y la fuerza de decir, y no sólo el sentido de lo que está dicho, es necesario recuperar todo el serial del texto, el encadenamiento del todoritmo. La fuerza es portadora de sentido. El sentido, sin la fuerza, es el fantasma del lenguaje.
Por voz entiendo oralidad. Pero no ya en el sentido del signo, donde sólo se escucha el sonido en oposición al sentido. En el continuo, la oralidad es del cuerpo-lenguaje. Es el sujeto que se escucha. La voz es la del sujeto que pasa de sujeto en sujeto. La voz hace sujeto. Le hace sujeto. El sujeto se hace en y por su propia voz.
Y se dice, casi milagrosamente, sin saber que es lo que se entiende por la palabra hebrea taam –en plural taamim- que habitualmente se acentúa rítmicamente con acento disyuntivo y conjuntivo, pero que exactamente significa “el gusto” de lo que tenemos en la boca, el sabor de lo que comemos. Metáfora-profecía de lo que dijo, y seguramente sin saberlo, Tristán Tzara, cuando decía: “el pensamiento se hace en la boca”. No, sin duda no sabía todo lo que decía, así como la mayoría de las veces un poema nos permite escuchar todo lo que no sabemos que se escucha.
En el acto, la teatralidad misma de la voz. 
Así, el taam es la profecía del poema en la voz. En el sentido que anuncia la llegada en contra de estereotipos del pensamiento del lenguaje por el signo. Poner poema en la voz es lo que llamo, forjando el verbo de la palabra hebrea, taamisar el lenguaje, taamisar el traducir, taamisar el francés, ya que, en francés, la invención del poema es del francés. De donde taamisar todas las lenguas, todo el pensamiento del lenguaje.  Embiblar, es taamisar.
Y eso, por tironear de la lengua hacia la invención de un sujeto, en el poema de la voz de un sujeto, por sacarle la lengua al signo, catastrófica división que desune, como dos heterogéneos, uno del otro, sonido y sentido, oral y escrito, forma y contenido, letra y espíritu, cuerpo y alma, un juego que no es sino la muerte en el alma. Es decir el discontinuo generalizado.
Pero entonces, traducir el poema-Biblia es el encuentro entre la taamisación, la semántica serial, y la voz-poema del que traduce, un encuentro con el poema que tenemos en la voz. Y no es la Biblia la que actúa sobre la voz-poema, es a la inversa, es la voz-poema la que escucha, encuentra, y puede dar a escuchar el poema- Biblia.
Los roles están invertidos. Es la reversibilidad de la escucha. El encuentro se da como el momento donde nos reconocemos en el infinito de la historia y en el infinito del sentido. Una voz que escucha su propia historia, una voz que habla su historia, se escucha como recitativo. Lo que escuchamos no es lo que ella dice sino lo que hace.  Lo que se hace a sí misma, al que la habla, y también lo que hace al que la escucha. Transforma. Hace lo que no sabemos que se escucha. El trabajo de la escucha es reconocer, imprevistamente, en ciertos momentos, todo lo que no sabíamos que se escucha. El secreto al oído se vuelve un boca a boca.
La voz muestra que por la boca se escucha mejor. Así como Maimónides-, en la Guía de los perplejos, a través de los ejemplos de Amos y de Jeremías, mostró que el oído tiene la visión.
Entonces, en el curso de la traducción, es casi gracioso encontrarse con uno u otro: escribir o desescribir. Pero no es un dualismo, en el que uno más uno es igual al todo. Sonido y sentido, dan el signo. No, es del contra y el para. Contra el signo, para el poema.
Definí el poema, digo y repito, porque hace falta repetirlo, como la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida y la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje. Por lo que poema es la relación máxima entre el lenguaje y la vida. Pero vida humana. En el sentido de Spinoza en el Tratado político: definida no biológicamente “sino esencialmente por la razón, verdadera fuerza y vida del espíritu- –sed quae maximè ratione, verâ Mentis virtute, & vitâ definitur” (V, V). Nada que ver con el vitalismo que no hace más que oponer el lenguaje a la vida.
Por lo tanto es necesario saber que con conceptos del signo lo único que se traduce es el signo. El poema está borrado. Pero todo el mundo sabe que el poema está borrado. Y porque también se sabe que se habla de un intraducible.  A resignarse. Estamos acostumbrados a resignarnos. El traductor del signo es un alma acostumbrada. Como dice Péguy: “Madera muerta, es madera extremadamente acostumbrada. Y un alma muerta es también un alma extremadamente acostumbrada”
Y se dicen algunas barbaridades como que traducir es traicionar. Traduttore, traditore. Por lo que traducir, en relación con la búsqueda de sentido, carece de sentido. Sin saber que buscar el sentido, es ser ventriloqueado por el signo. Greco-cristiano. Justo para la Biblia. Porque no se sabe que traducir, en primer lugar, es traducir la propia representación del lenguaje.
Traducir el signo, parece que tampoco se supiera, es no tener voz. El signo vuelve áfono, a un tiempo que sordo.
Traducir el poema, todo lo que es poema, incluso el poema del pensamiento, supone tener un poema en la voz. Sólo entonces traducir es re-escribir. Traducir el signo, es desescribir. Y luego, otra barbaridad, se dice que las traducciones envejecen. Confundiendo el estado de la lengua con el estado de la voz. Desde ese punto de vista, ninguna diferencia entre una obra llamada original y una traducción.
La gran mayoría de las obras presentadas como originales son productos de la época, no actividades que permanecen activas, por más antiguas que sean. Son por lo tanto como las traducciones de las que se dice que envejecen. Terminaron como la época. Con la época.
Sólo las obras que son una actividad envejecen, es decir, simplemente, que continúan siendo activas. Indefinidamente presentes en el presente. Y las traducciones que son obras, porque son un poema de la voz, también permanecen.
Así que, cuando dicen que las traducciones envejecen, además de no saber lo que dicen, dicen lo contrario de lo que se cree decir. 
Pero escribir, es escribir el poema que tenemos en la voz. Por eso hace falta escucharse. Y nadie tiene exactamente la misma voz. Escuchar la historia que tenemos en la voz. Escuchar nuestra boca.
Embiblar el signo.

Traducción: Raquel Heffes


domingo, 4 de octubre de 2015

Henri Meschonnic o el transeúnte notable

Del bloc de notas de Raphaël CONFIANT



Era un día de comienzo de primavera en la Ciudad Rosa. Por lo tanto, estaba todavía más bien frío para mí que llegaba del trópico, pero todos tenían una sonrisa en esa magnífica plaza del Capitolio. Por “todos”, hay que entender los oriundos del lugar, tolosanos por lo tanto, pero también los bereberes, los griegos, los canacos, los cheroqui, los corsos, los etíopes, los polacos, los tanzanos, guatemaltecos, creoles, y yo qué sé cuántos más. 500 pueblos reunidos o en todo caso 500 lenguas representadas cada una por una pequeña delegación de estudiantes de la Universidad de Toulouse. Nunca la raíz de la palabra “universidad” fue tan merecedora de su nombre. El año llevaba el número 97. 1997.
La plaza del Capitolio estaba ocupada por el “Fórum de lenguas del mundo”, manifestación totalmente alucinante organizada anualmente por un personaje que era la mayor atracción, llamado Claude Sicre, animador y agitador social, occitanista, universalista, músico del grupo de rock occitano los “Fabulosos trovadores”, poeta y profeta de una humanidad regenerada por la fraternidad y la discusión permanente. Bajo pequeñas tiendas, cada país presentaba su lengua, su alfabeto, sus diccionarios, sus obras literarias, y otros.
Cuando había recibido la invitación de Claude Sicre, lo primero fue encogerme de hombros. Por qué hacer 7000 kilómetros para participar de una manifestación de ecumenismo lingüístico cuando mi lengua, el creole, era despreciada, pisoteada, por el poder de un estado que la prohibía, salvo en dosis homeopáticas, en escuelas, universidades, medios, etc. Una vez en el lugar, comprendí el sentido: esa exposición de lenguas en la plaza pública apuntaba en principio a contraponer dos integrismos lingüísticos: aquel, infame, del estado jacobino que hasta hoy se dedica a subestimar al occitano cuando este último ya no representa ningún peligro para la lengua de la República única e indivisible a saber el francés; el otro, patético, de los militantes del occitano, mis hermanos, que viendo morir a fuego lento su lengua se obstinaban en una defensa un poco agresiva de esta última. Detrás de sus aires de hippie sesentayochista, Sicre era alguien sutil. Realista también.
Alguien que inventó las comidas de barrio en la calle. Llegados los días lindos, en algunos barrios de Toulouse, los vecinos ponen mesas, de noche, en plena calle, aportan algo para comer y beber y fraternizan hasta muy tarde.
En resumen, me había decidido a ir porque el programa anunciaba una conferencia conjunta de Henri Meschonnic y yo mismo. Estaba tan halagado como inquieto a la vez. Inquieto de no estar a la altura de este formidable teórico que dedicó toda su vida a suprimir las barreras entre las humanidades y en especial a relacionarlas con la literatura. Pero también tenía curiosidad de encontrármelo en carne y hueso. Amaba su pluma polémica, comprendida en el seno de las más implacables demostraciones científicas, los garrotazos o las fórmulas asesinas dirigidas a sus (numerosos) adversarios y otros detractores. Sabía que Meschonnic era muy criticado en el seno de la comunidad universitaria y estaba por lo tanto muy aislado, por más eminente profesor de París VIII que fuera. No se altera sin consecuencias la teoría de la literatura, la lingüística, la traducción, los estudios bíblicos, incluso la antropología sin ofender a los que viven de eso, dicho de otro modo, a los pequeños maestros aferrados a sus pequeños doctorados gracias a los cuales han podido obtener sus prestigiosos pequeños puestos. O se debe revolucionar con cortesía, pidiendo disculpas al paso y pasándole el cepillo al que se le acaba de arruinar las certezas.
No era el estilo de Henri Meschonnic. Su estilo era la bronca, la patada en el culo a los soberanos clichés y la traza de genio respaldada por una erudición pasmosa.
Me dio la mano muy simplemente. Casi con afecto creo. Enarbolaba una sonrisita lejana que, con su cráneo calvo en el medio y sus dos enormes bolas de cabello blanco a los costados le daban un aire medio Einstein medio Charlie Chaplin.
De golpe me lanza: “creo saber que hablará de la traducción en contexto diglósico. Estaré muy feliz de escucharlo, yo que trabajé sólo en traducción entre lenguas prácticamente del mismo estatus”. Henri Meschonnic tenía la modestia de los grandes. De los grandes espíritus, quiero decir. Aquella de Pierre Bourdieu a quien tuve la suerte de frecuentar durante una semana en Seúl, en Corea del Sud, cuando el gobierno de ese país, entonces encabezado por Kim Dae-Jung, había invitado a quince intelectuales de diversos países del mundo (entre ellos el premio Nobel de literatura nigeriana Wole Soyinka) para discutir el rol de la literatura en esos tiempos de globalización. Sentado por pura casualidad a su lado, en un omnibus que nos conducía, a nosotros los congresistas, durante cuatro horas, a una ciudad del sur del país cuyo nombre no recuerdo, nunca pude lograr que Bourdieu hablara de él ni de su obra. A cada una de mis preguntas, decía: “¡Hábleme de Martinica! ¡Hábleme de lo que usted hace!”. No sabía que estaba gravemente enfermo. Tres meses después la prensa anunciaba su muerte. A los 71 años solamente. O también la de Michel Sevres cuando embolados como ratas muertas en un coloquio sobre la francofonía en Tokio, nos decidimos a caminar sin rumbo las calles para perdernos evidentemente en esa ciudad gigantesca y que tampoco pueda arrancarle una sola palabra sobre su obra . Insistió también en que hablara de la literatura antillana.
No siempre nos es dado codearse con los grandes espíritus. Apreciaba la suerte de poder hablar con Henri Meschonnic y sobre todo de escuchar su brillantísima conferencia, al aire libre, en la Plaza del Capitolio, delante de casi trescientas personas pendientes de sus labios. Es que él, el israelita, ha revolucionado la traducción de la Biblia cristiana. Hasta allí, los traductores al francés de esta última, es decir del Nuevo Testamento, hacían como si originalmente la Biblia hubiera sido escrita en griego o en latín. El original hebreo y arameo ha sido soberbiamente ignorado. Era necesario volver a la fuente, a las lenguas primeras y a su ritmo particular (otro concepto de Meschonnic) y traducir por lo tanto lo más cerca posible del hebreo antiguo. Pero hacía falta hacerlo respetando la poética del texto bíblico y no, como era la tradición, dando a leer una suerte de relato de aventuras de un denominado Jesús y sus discípulos. Traducir de este modo, en completa “opacidad” por tomar una idea preciada de Edouard Glissant, sólo podía desconcertar a los biblistas y traductólogos universitarios. Leer la nueva traducción de los “Cinco rollos” por Meschonnic es una experiencia turbadora. Es como escuchar el llamado del almuédano. Eso da casi envidia de creer en Dios.
Mientras que el público se afanaba en hacerle preguntas, Meschonnic le pidió a Sicre que aprovechando la volada pudiera hacer mi intervención. La idea de evocar una pequeña lengua de apenas tres siglos, chapuceada por colonos sanguinarios y esclavos alelados en un universo de violencia inusitada, el creole por lo tanto, me hacía temblar por dentro. Pero Meschonnic se encargó de introducirme diciendo: “He hablado de las más antiguas lenguas del mundo, el arameo y el hebreo; ahora nuestro amigo nos hablará de la más joven, el creole” Acababa de salvarme la ponencia. Se me escuchó con una atención casi igual a la suya y aproximándose la noche, respondimos juntos quichicientas mil preguntas sobre la diglosia, la traducción, el futuro de las lenguas, o incluso la función de la literatura. Y Meschonnic estuvo entre los interrogadores, prueba de que su interés en la nacida última de las lenguas no era pura cortesía hacia mí.
Requerido por sus actividades docentes, esa misma noche tomaba, lamentablemente, el tren hacia Paris. En el andén de la estación hasta donde quise acompañarlo, sacó del bolso una obra, “Poética de la traducción”, que justamente venía de publicar en ediciones Verdier. Con una bella letra, de las de antaño, hecha de trazos finos y gruesos, me hizo una dedicatoria, siempre con esa sonrisita enigmática que raramente llegaba a abandonar: “En homenaje a una fraternidad de espíritu y de alma. Nunca dejarse convencer.” Me llevó tiempo comprender esas palabras. Al menos la segunda frase.
Ahora que Henri Meschonnic no está más, supongo que quiere decir que mientras los argumentos del Otro no han sido adoptados, mientras no se los dio vuelta, no se los retomó, digirió, criticó, amasó para admitir que pueden ser ciertos, aceptarlos es pura pretensión. Pereza o complacencia intelectual. O macaquería como dice el creole.

El mundo intelectual está lleno de “macacos”. Meschonnic era, él, un hombre de pie. Espero que sobre su tumba se haya pensado salmodiar en voz alta su magnífica traducción del “Cantar de los cantares”.

Traducción: Raquel Heffes



Nacido en 1951, en Lorrain (Martinica), Raphaël Confiant publicó muchos libros en lengua creole antes de lanzarse a la escritura en francés con “El negro y el almirante” (1988) que conocerá un gran éxito. Le seguirán una treintena de novelas, de las cuales muchas fueron premiadas, como “Eau de Café” (premio Noviembre 1991), que se inscriben en el firme avance del movimiento de la creolidad que R. Confiant encabeza con Patrick Chamoiseau y Jean Bernabé. Actualmente es decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de las Antillas y la Guayana Francesa.



sábado, 19 de septiembre de 2015

Dada: esos chiflados que querían destruir todo

Eran anarquistas, apátridas, hostiles a toda forma de embrutecimiento social. Es decir que los dadaístas hoy nos hacen falta.

Por Philippe Sollers


El 23 de Junio de 1916, en Cabaret Voltaire, en Zúrich, un tipo vestido con un cómico traje “cubista”, sube al escenario y comienza a recitar con voz monocorde un incomprensible poema, serie de onomatopeyas perfectamente calculadas. La sala está abarrotada, resuenan gritos y risas, el tipo continúa, impasible, más serio que un papa, y entona su partitura cuya clave no se encontrará en ningún lado. Se llama Hugo Ball. Dada ha nacido.
¿Dada? ¿En plena carnicería de la Primera Guerra Mundial? ¿Mientras los heroicos peludos se baten en las trincheras? ¿Mientras Francia y Alemania se masacran y se asfixian con gases? ¿Quiénes son esos desertores y esos rebeldes de los que nadie, hoy, en plena conmemoración morbosa, osa pronunciar su nombre?
Locos, agitadores, extranjeros apátridas, que eligieron el nombre de su movimiento contra el arte y la sociedad, al azar, en un diccionario. “Dada” ¿Se dan una idea? Escuchen este otro chiflado llamado Tzara: “Nos hacen falta obras fuertes, rectas, precisas, por siempre incomprendidas”
“¡Merdre!”
¿No irán a decirme que esos manifestantes determinados y absurdos van a gozar de repercusión mundial? Y sin embargo, sí, la tierra gira diferente a partir de esa época, por todos lados ya se han producido rupturas importantes. Se debería haber confiado más en Jarry, con su “Ubú” y su grito de guerra lanzado frente al viejo teatro putrefacto: “¡Merdre!” Ninguna voz retoma el slogan en nuestros días, es extraño.
Porque la muchedumbre es una masa inerte, incomprensiva y pasiva, que es necesario sacudir de vez en cuando, para que se conozca por sus gruñidos de oso dónde está- y de dónde está. Es bastante inofensiva, pese al número, porque combate la inteligencia.
Hoy es inútil golpear, el ruido del espectáculo abarcó todo, y todas las antiguallas están de nuevo de moda, acompañadas de un continuo despliegue de cine todopoderoso. Pero nunca se sabe, la puerta está trancada y abierta a la vez. (La reedición del “Diccionario del dadaísmo” de Georges Hugnet es por lo tanto bienvenido, pese a numerosos errores). Tzara, también: “Dada no es un dogma ni una escuela, sino una constelación de individuos y de facetas libres.”
¿Los nombres de estos aventureros desaparecidos? Aquí están: Arp, Ball, Janco, Huelsenbeck, Hausmann, Picabia, Man Ray, Richter, Schwitters. Pronto estuvieron por todos lados, en New York (Duchamp), en Berlín, en Paris,  en Moscú, en la Luna. Duchamp impacta a los americanos con su « Fuente », mingitorio sagrado obra maestra, y sus «ready-mades», encuentros entre un objeto y una intervención elegida (un porta-botellas, por ejemplo): “Ese relojismo, instantáneo, como un discurso pronunciado en no importa qué ocasión pero a tal hora. Es una especie de cita.” Podrá encontrarse en cualquier momento, si quiere, con su vida. No seguramente en la feria de arte, pero sí en los desmontajes, los fotomontajes, al ritmo de glosolalias. (Artaud recordará).

André Breton sosteniendo un afiche dada, en 1930. (Sipa)
¿Pero quién es este joven tan chic que lleva una pancarta? Se llama André Breton, está destinado a un gran futuro. En la pancarta, se puede leer, en letras mayúsculas, una declaración de Picabia, siempre actual: “Para que ames cualquier cosa, hace falta que la hayas visto y entendido durante mucho tiempo, pedazo de idiota”. Dada se enfrenta todo, incluso a sí mismo, es un elogio a la contradicción permanente y la afirmación “desinteresada de los mataderos de la guerra mundial”
El mundo no tiene sentido
Dada, o el movimiento perpetuo contra la desaceleración y el embrutecimiento social. Desde luego, la opinión se desencadena, todo lo que es nacional, moral, identitario, progresista, reaccionario, de derecha como de izquierda, repulsa ese anarquismo radical caído del cielo. ¿Aspirar a darle sentido  a nuestros sacrificios y a nuestros esfuerzos? Dada lo recusa. El mundo no tiene sentido, aunque el periodismo esté para repetirnos lo contrario. Tzara, un día, a Picabia, “Imagino que la idiotez es en todos lados la misma, porque hay periodistas por todos lados”
Stalin vendrá a saldar cuentas con los formalistas y los futuristas, y Hitler con “el arte degenerado”. Pero la guerrilla se obstina, y Dada no aminora sus execrables acciones a través del surrealismo, el letrismo, el situacionismo, poniendo en cuestión todos los “ismos”. No hay comunidad dada. Por donde rezume o predique el bien-pensar, aparece Dada. Nada más absurdo que el juicio intentado contra Barrès, en 1921, por “crimen contra la seguridad del espíritu”. Breton es presidente del tribunal, Aragón en la defensa- Tzara no está de acuerdo:
No tengo ninguna confianza en la justicia, aun cuando esa justicia esté hecha por Dada. Convendrán conmigo que no somos más que una manga de cabrones y que en consecuencia, las pequeñas diferencias, cabrones más grandes o cabrones más chicos, no tienen ninguna importancia.
La revista de Breton, “Literatura”, nos informa que al mismo tiempo el acusado Barrès “discurría en Aix-en-Provence sobre el alma francesa durante la guerra, frente a jóvenes provincianos que escuchaban boquiabiertos al académico enviado de París”.
"Gadgi beri bimba glandridi laula lonni cadori"
¿Dos juicios que hoy darían mucho que hablar? El primero contra Péguy, acusado de ser un poeta execrable. El otro, en defensa de Heidegger, bajo pretexto de haber pronunciado muchas veces la palabra “dada” queriendo decir “sí” en ruso. Este gran criminal de pensamiento no puede por lo tanto presumirse culpable. Contra toda moral, y el gran escándalo general, Péguy será por lo tanto condenado y Heidegger absuelto. Cómo se justifica este fallo de Courteline en la época: “Los dadaístas son mercaderes de la violencia y empresarios de la locura.”
Dada cree sólo en el instante, y por eso es eterno. Escuchen a este Hugo Ball, imperturbable: «Gadgi beri bimba glandridi laula lonni cadori...» ¿Qué espectáculo lo hace mejor en Paris? ¿Cómo ahuyentar mejor a un público servil?
No habrá otro intento de intervención, es una lástima. Todavía Tzara, en 1919:
No escribo por oficio, ni tengo ambiciones literarias. Me habría vuelto un aventurero de gran porte, de gestos delicados, si hubiese tenido la fuerza física y la resistencia nerviosa para lograr esta sola hazaña: no aburrirme.
O Picabia: “La felicidad, para mí, es no mandar a nadie y que nadie me mande.”
Philippe Sollers

Traducción: Raquel Heffes

Fuente : "le Nouvel Observateur" del 27 de febrero de 2014.