Del bloc de notas de Raphaël CONFIANT
Era un día de comienzo de primavera en la
Ciudad Rosa. Por lo tanto, estaba todavía más bien frío para mí que llegaba del
trópico, pero todos tenían una sonrisa en esa magnífica plaza del Capitolio.
Por “todos”, hay que entender los oriundos del lugar, tolosanos por lo tanto,
pero también los bereberes, los griegos, los canacos, los cheroqui, los corsos,
los etíopes, los polacos, los tanzanos, guatemaltecos, creoles, y yo qué sé cuántos
más. 500 pueblos reunidos o en todo caso 500 lenguas representadas cada una por
una pequeña delegación de estudiantes de la Universidad de Toulouse. Nunca la
raíz de la palabra “universidad” fue tan merecedora de su nombre. El año
llevaba el número 97. 1997.
La plaza del Capitolio estaba ocupada por el “Fórum
de lenguas del mundo”, manifestación totalmente alucinante organizada
anualmente por un personaje que era la mayor atracción, llamado Claude Sicre,
animador y agitador social, occitanista, universalista, músico del grupo de
rock occitano los “Fabulosos trovadores”, poeta y profeta de una humanidad
regenerada por la fraternidad y la discusión permanente. Bajo pequeñas tiendas,
cada país presentaba su lengua, su alfabeto, sus diccionarios, sus obras
literarias, y otros.
Cuando había recibido la invitación de Claude
Sicre, lo primero fue encogerme de hombros. Por qué hacer 7000 kilómetros para
participar de una manifestación de ecumenismo lingüístico cuando mi lengua, el
creole, era despreciada, pisoteada, por el poder de un estado que la prohibía,
salvo en dosis homeopáticas, en escuelas, universidades, medios, etc. Una vez
en el lugar, comprendí el sentido: esa exposición de lenguas en la plaza
pública apuntaba en principio a contraponer dos integrismos lingüísticos:
aquel, infame, del estado jacobino que hasta hoy se dedica a subestimar al
occitano cuando este último ya no representa ningún peligro para la lengua de
la República única e indivisible a saber el francés; el otro, patético, de los
militantes del occitano, mis hermanos, que viendo morir a fuego lento su lengua
se obstinaban en una defensa un poco agresiva de esta última. Detrás de sus
aires de hippie sesentayochista,
Sicre era alguien sutil. Realista también.
Alguien que inventó las comidas de barrio en la
calle. Llegados los días lindos, en
algunos barrios de Toulouse, los vecinos ponen mesas, de noche, en plena calle,
aportan algo para comer y beber y fraternizan hasta muy tarde.
En resumen, me había decidido a ir porque el
programa anunciaba una conferencia conjunta de Henri Meschonnic y yo mismo.
Estaba tan halagado como inquieto a la vez. Inquieto de no estar a la altura de
este formidable teórico que dedicó toda su vida a suprimir las barreras entre
las humanidades y en especial a relacionarlas con la literatura. Pero también
tenía curiosidad de encontrármelo en carne y hueso. Amaba su pluma polémica,
comprendida en el seno de las más implacables demostraciones científicas, los
garrotazos o las fórmulas asesinas dirigidas a sus (numerosos) adversarios y otros
detractores. Sabía que Meschonnic era muy criticado en el seno de la comunidad
universitaria y estaba por lo tanto muy aislado, por más eminente profesor de
París VIII que fuera. No se altera sin consecuencias la teoría de la
literatura, la lingüística, la traducción, los estudios bíblicos, incluso la
antropología sin ofender a los que viven de eso, dicho de otro modo, a los pequeños
maestros aferrados a sus pequeños doctorados gracias a los cuales han podido
obtener sus prestigiosos pequeños puestos. O se debe revolucionar con cortesía,
pidiendo disculpas al paso y pasándole el cepillo al que se le acaba de arruinar
las certezas.
No era el estilo de Henri Meschonnic. Su estilo
era la bronca, la patada en el culo a los soberanos clichés y la traza de genio
respaldada por una erudición pasmosa.
Me dio la mano muy simplemente. Casi con afecto
creo. Enarbolaba una sonrisita lejana que, con su cráneo calvo en el medio y
sus dos enormes bolas de cabello blanco a los costados le daban un aire medio
Einstein medio Charlie Chaplin.
De golpe me lanza: “creo saber que hablará de
la traducción en contexto diglósico. Estaré muy feliz de escucharlo, yo que
trabajé sólo en traducción entre lenguas prácticamente del mismo estatus”. Henri
Meschonnic tenía la modestia de los grandes. De los grandes espíritus, quiero
decir. Aquella de Pierre Bourdieu a quien tuve la suerte de frecuentar durante
una semana en Seúl, en Corea del Sud, cuando el gobierno de ese país, entonces
encabezado por Kim Dae-Jung, había invitado a quince intelectuales de diversos
países del mundo (entre ellos el premio Nobel de literatura nigeriana Wole
Soyinka) para discutir el rol de la literatura en esos tiempos de globalización.
Sentado por pura casualidad a su lado, en un omnibus que nos conducía, a nosotros
los congresistas, durante cuatro horas, a una ciudad del sur del país cuyo
nombre no recuerdo, nunca pude lograr que Bourdieu hablara de él ni de su obra.
A cada una de mis preguntas, decía: “¡Hábleme de Martinica! ¡Hábleme de lo que
usted hace!”. No sabía que estaba gravemente enfermo. Tres meses después la
prensa anunciaba su muerte. A los 71 años solamente. O también la de Michel
Sevres cuando embolados como ratas muertas en un coloquio sobre la francofonía en
Tokio, nos decidimos a caminar sin rumbo las calles para perdernos evidentemente
en esa ciudad gigantesca y que tampoco pueda arrancarle una sola palabra sobre
su obra . Insistió también en que hablara de la literatura antillana.
No siempre nos es dado codearse con los grandes
espíritus. Apreciaba la suerte de poder hablar con Henri Meschonnic y sobre
todo de escuchar su brillantísima conferencia, al aire libre, en la Plaza del
Capitolio, delante de casi trescientas personas pendientes de sus labios. Es
que él, el israelita, ha revolucionado la traducción de la Biblia cristiana.
Hasta allí, los traductores al francés de esta última, es decir del Nuevo
Testamento, hacían como si originalmente la Biblia hubiera sido escrita en
griego o en latín. El original hebreo y arameo ha sido soberbiamente ignorado. Era
necesario volver a la fuente, a las lenguas primeras y a su ritmo particular
(otro concepto de Meschonnic) y traducir por lo tanto lo más cerca posible del
hebreo antiguo. Pero hacía falta hacerlo respetando la poética del texto
bíblico y no, como era la tradición, dando a leer una suerte de relato de aventuras
de un denominado Jesús y sus discípulos. Traducir de este modo, en completa “opacidad”
por tomar una idea preciada de Edouard Glissant, sólo podía desconcertar a los
biblistas y traductólogos universitarios. Leer la nueva traducción de los
“Cinco rollos” por Meschonnic es una experiencia turbadora. Es como escuchar el
llamado del almuédano. Eso da casi envidia de creer en Dios.
Mientras que el público se afanaba en hacerle
preguntas, Meschonnic le pidió a Sicre que aprovechando la volada pudiera hacer
mi intervención. La idea de evocar una pequeña lengua de apenas tres siglos,
chapuceada por colonos sanguinarios y esclavos alelados en un universo de violencia
inusitada, el creole por lo tanto, me hacía temblar por dentro. Pero Meschonnic
se encargó de introducirme diciendo: “He hablado de las más antiguas lenguas
del mundo, el arameo y el hebreo; ahora nuestro amigo nos hablará de la más
joven, el creole” Acababa de salvarme la ponencia. Se me escuchó con una
atención casi igual a la suya y aproximándose la noche, respondimos juntos
quichicientas mil preguntas sobre la diglosia, la traducción, el futuro de las
lenguas, o incluso la función de la literatura. Y Meschonnic estuvo entre los interrogadores,
prueba de que su interés en la nacida última de las lenguas no era pura cortesía
hacia mí.
Requerido por sus actividades docentes, esa
misma noche tomaba, lamentablemente, el tren hacia Paris. En el andén de la
estación hasta donde quise acompañarlo, sacó del bolso una obra, “Poética de la
traducción”, que justamente venía de publicar en ediciones Verdier. Con una
bella letra, de las de antaño, hecha de trazos finos y gruesos, me hizo una
dedicatoria, siempre con esa sonrisita enigmática que raramente llegaba a
abandonar: “En homenaje a una fraternidad de espíritu y de alma. Nunca dejarse
convencer.” Me llevó tiempo comprender esas palabras. Al menos la segunda
frase.
Ahora que Henri Meschonnic no está más, supongo
que quiere decir que mientras los argumentos del Otro no han sido adoptados, mientras
no se los dio vuelta, no se los retomó, digirió, criticó, amasó para admitir
que pueden ser ciertos, aceptarlos es pura pretensión. Pereza o complacencia
intelectual. O macaquería como dice el creole.
El mundo intelectual está lleno de “macacos”.
Meschonnic era, él, un hombre de pie. Espero que sobre su tumba se haya pensado
salmodiar en voz alta su magnífica traducción del “Cantar de los cantares”.
Traducción: Raquel Heffes
Nacido en 1951, en Lorrain (Martinica), Raphaël Confiant publicó muchos libros en lengua creole antes de lanzarse a la escritura en francés con “El negro y el almirante” (1988) que conocerá un gran éxito. Le seguirán una treintena de novelas, de las cuales muchas fueron premiadas, como “Eau de Café” (premio Noviembre 1991), que se inscriben en el firme avance del movimiento de la creolidad que R. Confiant encabeza con Patrick Chamoiseau y Jean Bernabé. Actualmente es decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de las Antillas y la Guayana Francesa.
Traducción: Raquel Heffes
Nacido en 1951, en Lorrain (Martinica), Raphaël Confiant publicó muchos libros en lengua creole antes de lanzarse a la escritura en francés con “El negro y el almirante” (1988) que conocerá un gran éxito. Le seguirán una treintena de novelas, de las cuales muchas fueron premiadas, como “Eau de Café” (premio Noviembre 1991), que se inscriben en el firme avance del movimiento de la creolidad que R. Confiant encabeza con Patrick Chamoiseau y Jean Bernabé. Actualmente es decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de las Antillas y la Guayana Francesa.
Muy bello Raquel, gracias
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