jueves, 25 de febrero de 2016

Verdad y política

H. Arendt

"Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema.Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: "la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas» (2). ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo --único espacio en el que pueden manifestarse-- está en peligro,se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? (3) Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat veritas, et pereat mundus--, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio (4). Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política. "

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